jueves, 4 de agosto de 2016

LAS MANOS QUE TE GUARDAN



Mis paseos por plaza Once son muy breves. Por lo general son los sàbados hacia lo de mi madre. Suele suceder, extrañamente, en un dia nublado. Probablemente ese sàbado llueva. Tenuemente. La clase de lluvia que empapa lentamente el pelo y entumezca los huesos paulatina y obcecadamente. Ese dia no llevo gorro o sombrero. Mascullo, me pesan los hombros. Maldigo. En Plaza Miserere la pululancia de sujetos de la clase trabajadora. Bulliciosos, locos, por trabajos que nadie quiere y que solo una clase de hombres, bajitos y de tez morena, sobrevivientes del conurbano, pueden soportar. Es un dia de escape, y de prisiòn. Ser negro y estar mal pago te lleva a un ritmo cansino pero tenaz. Lo he notado en los vendedores de la calle, en los manteros, en los peruanos, en los senegaleses que estoicamente esperan hablando entre ellos a viva voz mientras la gente pasa y escucha su cantarino y hermoso lenguaje caliente. Algunos son viejos. Tienen la barba de tres dias, blanca, las pupilas y el iris casi blanco. Han venido de muy lejos. A veces sonrien y todo el dia parece iluminarse con un fulgor breve e intensìsimo. Me dan fuerza y un poco de coraje. Han venido de muy lejos para probar mejor suerte en una America donde las maquinarias industriales y morales no funcionan. No son tontos y ya lo saben. Es invierno, hace frio, y despues del invierno vendrà otro invierno. Relojes, anteojos pirateados, pulseras de oro y nìquel, pantuflas chinas con corderoy dentro con motivos andinos.
El cielo gris y el aspecto gèlido del todo lo bañan esta tarde. Asì fue como tomè el 32 y pasè una tarde casi relajada. Volvì medio hombre, como de costumbre, de vuelta a casa ( casa? Que es eso?). 
En el viejo y querido 32, craqueteando, carreteando sobre la bordona calle del Riachuelo, unos vericuetos cerca de la villa de ladrillos naranjas de Valentin Alsina y subir entonces el puente con su viejo motor en tercera marcha mientras todo el chasis y la carroceria tiemblan como un epilèptico convulsionando. La brea y el cromo en el aire saliendo en grumos casi sòlidos al aire y bañandolo todo en las faldas de Pompeya, y las luces, y lo inhòspito de un barrio costero, un barrio costero a un rio de mierda y càncer, y la bajada del puente ya con el motor del colectivo mas relajado, respirando un poco, el chofer que quita el piè del acelerador con evidente enojo, listo para dar mil vueltas por donde no lluevan las balas. Unos cuantos pasajeros mudos, desacelerados, como figuras de arcilla, en campera, en gorros, desgastados la tela y los esqueletos, los hàlitos de vida. 
Resisten, como yo. Algunos estan locos y tienen hijos a los que volveràn locos. 
El mundo de mañana serà mas dificil que el de hoy.
Y las vueltas, pasando por el costado del Hospital Penna por la avenida Sàenz, y dejando atràs los pocos vestigios de civilizaciòn. La casa Reschigna con sus guitarras baratas en la vidriera. El gimnasio con el cartel despintado oxidado que promete una vida nueva con un cuerpo de acero. Las boticas de artilugios de dos pesos. Un kiosko nocturno con la puerta enrejada donde un empleado receloso de su cabeza expende cigarrillos a una figura calva y de baja estatura que se para delante de la reja como si fuera a dar un gran salto sobre un apacible ciervo o tajearle la cara a la luna.
Pienso cosas raras en este trayecto y a veces enjugo lagrimas, otras veces puteo. Los dientes se me aprietan, a veces se parten. Una vez en mi departamento tomo calmantes para el dolor de muelas: me duele toda la cara, los calmantes ayudan a alguna parte de la cara y no me quejo. Estoy acostumbrado.
El colectivo llega a plaza Once. Cinco pasajeros y yo, mas el chofer. Llueve intensamente. Corro hacia el puesto de panchos que tiene el alero de membrana plastica, un toldito rantifuso de color azul hecho con la manta protectora del alguna cuadrilla de obreros gasistas del gobierno actual. Me rasco la cabeza y el pelo no se levanta, està pegado al craneo por la lluvia àcida y fria. Bruma y viento. La plaza està desierta ahora, todos han corrido a otro lado, a otro infierno menos mojado y menos amenazador. El sonido de las llantas silbando pasando sobre el agua, huyendo, el frio de las luces de baterìas de los autos, autos cochambrosos, solo eventuales a una noche cerrada y ortiva que todo lo consume excepto a los que puedan caminar o esconderse en algun vehiculo. Un taxi negro y amarillo toca una bocina y un hombre se zambulle adentro. La vida se termina por un breve momento y recomienza cuando dos botijas se ponen a mi lado. Intuyo un golpe. No llega. Usan gorras blancas de Nike y uno de ellos, cetrino y huesudo, tiene una herida cortopunzante en el pòmulo cicatrizada hace mucho tiempo atràs. Me sonrìe. Le falta un diente frontal o està roto. Hay un espacio vacio ahì y algo sale de dentro, un sibilar de serpiente, maleducado, torpe. Siento una debil punciòn de muerte. Es el miedo. Me importa. Solo quiero llegar a casa a por una ducha caliente.
Tengo un kilo y medio de limones y mandarinas en una bolsa y un paquete de fideos.

- Estan ricos los panchos, amigo?

No estoy comiendo un pancho. Ya conozco la cantinela esa. No soy tu amigo. Pienso, no soy amigo de naides. No me requieren. No es en realidad un pensamiento sino un sentimiento de arraigada verguenza, encarnada en mi infancia, hecho de hebras fràgiles y perennes.
Los miro a los dos.
Esta vez nò.
El de la cicatriz alzò una mano y sentì una nausea en el alma. Me toca el hombro. Demasiado cerca. Pongo mi mano en su pecho y me lanzan una cachetada. Retrocedo dos pasos. Quisiera escupirlo. Pero salgo corriendo afuera del toldo hacia el centro de la plaza, debajo de la lluvia y dentro de la bruma. Doy vuelta al monumento a Rivadavia, pergeñando un desencuentro. Me resbalo a los veinte metros. Tengo mas de cuarenta años, fumo cuatro paquetes de cigarrillos por dia y mis rodillas estàn hechas de plastilina. Me raspo una mano al caer y seguro sale sangre, y el agua de lluvia y la mugre de Balvanera entran en mi torrente sanguìneo como un beso caliente. Mis tobillos no responden, estoy descolocado. Siento miedo porque mi cuerpo no encuentra salida decorosa y hàbil a esta cagada. No estoy motivado. No tengo razones para ganar o perder.
Me doy vuelta sobre mi trasero mojado y recortado contra las luces de gàs de los postes veo sus dos figuras, gemelas, peliculescas. De hecho, no he visto peliculas con gente como ellos: la pobreza y la maldad, cuando van de la mano, solo puede ser representada mientras entra en otros cuerpos a travès de los ojos sino a travès de los cuerpos. Ahi se hierguen ellos, ahi he caido yo. Recordè esa frase de «ahì te mueres, ahi te secas». Se trataba de algo sobre los mineros de el desierto de Atacama. Estamos lejos de Atacama.
Una de las figuas negras mueve el pulgar y una navaja crece repentinamente de entre sus dedos. Un brillo dèbil ilumina uno de sus ojos y veo que no hay ojo siquiera, solo una cosa opaca, pètrea, insondable. Hay gozo en su silencio. El otro se acerca y me pega una patada en el costado. Cerca del hìgado o cual fuere el òrgano que me duele. Me duele mas la crueldad. Es como estar en el patio de escuela otra vez, pero con un cuchillo muy cerca de la nariz.

- Dame la bolsa gato, dale!

Trato de patearlo. El botija se agazapa y me tira una dentellada con la pua. Me rasga el jean. Toca mi piel. Le arrojo la bolsa y las mandarinas ruedan por el suelo de cemento mojado. Brillan casi naranjas. Se la hago dificil y me doy cuenta. No se va a agachar gentilmente a recogerlas.

- Dame plata la concha de tu madre. Y dame la campera. Dale!

Mi cuerpor y el de ellos es lo unico que hiende la bruma impenetrable y el silbido de las civilizaciones, esta o la de cualquier otro planeta, que callan para observarnos.

- Tomà, aca tenes. Forro... de mierda. No te zarpès, loco.

Ruego.
Meto la mano en el bolsillo, reculan los dos unos diez centimetros, relojeando por algun vigilante presente. No hay nadie. La ciudad esta noche no funciona. Hay que zafar.
Su mano fria se mete en la mia y se hace doscientos pesos. Monedas por el suelo, bolsillo roto. Es como la pata de un ave rapàz.
La garra fria  àspera en mi mano caliente. Me da un puntazo en la frente, de regalo. Nada grave. En mi proximo viaje a la India a ver al dios Brahmaputra, lo cubriran con ese circulo naranja que todo lo bendice. Por un precio acorde.
De pronto soy un ciervo.
Y mi frente se abre.

- Chau tonto.

Y los dos, como accionados por un resorte hacen dos pasos paralelos al monumento con los restos de Bernardino Rivadavia.
No llegan muy lejos.
Vi sus manos. Uno a veces no cree lo que ve porque uno es bajo y zafio y un hombre vulgar.
Educado por tutores y adultos responsables làbiules. Cientos de miles de hora de mala televisiòn y las falacias de Disney.
Dos manos. Como hechas con alguna especie de arbol del color de la arena. O una arcilla, fina y sòlida. Convolutante.
Los cuellos de ambos se retorcieron y pude escuchar el aire de los pulmones de ambos botijas ceder al reflejo de la respiracion, y recortados contra las luces mortecinas de la plaza los vi alzarse en el aire. Estaban muy alto, casi recortados contra las lunas artificiales de los postes de luz. Eran brazos largos y finos, hechos de las arenas del principio de los tiempos, y los brazos estaba conectados a un cuerpo longilìneo del mismo color de las cortezas mas añosas, y sobre el torso fracturado y mohoso, una cabeza saliendo de entre la niebla purpùrea y casi solida. Ningunas facciones discernibles. Solo altura y tal vez fuera yo mismo el que exudaba un extraño vigor elèctrico y una angustia. Eso, una angustia. Una indecisiòn muy profunda.
No era humano. No conozco o he visto nunca un ser humano de unos tres metros de altura. No he visto nunca eso, y no lo estoy viendo ahora y no lo volverè a ver nunca mas, desde la esquina del monumento tumba, sin piernas aparentes, sin consistencia aparente, sin tangibilidad aparente. Solo un loco. Solo un loco puede ver esto o vivir esta vida extraña mia y no hay vida real en el ser que aprieta mas y mas con unas manos enormes los cuellos de los botijas, que se retuercen como gatos en una bolsa de arpillera. Yo no respiro. No puedo correr. He dejado de existir por un breve momento. Y entonces, los fisuras dejan de moverse y sus esqueletos secos en sus pantalones de jogging de tela de aviòn caen al suelo cuando el ser de otro mundo abre sus manos, con una imponencia letànica y una solemnidad de otros tiempos que nunca podrè ni querrè describir y nombrar. Y esos dedos fulguran con el hielo seco de el aire mojado, y las ordas gotas de lluvia caen en el silencio y todo se ha mandado a callar excepto el agua, el agua... Miro hacia arriba y en la cabeza del Gòlem no hay pòmulos u ojos o cicatrices o facciones. Solo un hueco. Un hueco de las arenas del tiempo donde aquel desdichado que se haya levantado con el pie izquierdo esa noche podrìa hundirse. Ser tragado. Ser absorvido y simplemente ser diluìdo, esfuminado, aplacado certeramente de la maldiciòn de alguna mala estrella.
Cierro los ojos mientras me orino encima.
Me cubro la cabeza, listo a ser el proximo. Escucho un ruido sordo. Despuès, solo silencio.
Desde detràs de mi mano veo al el Gòlem desaparecer entre la niebla y los pocos àrboles de Plaza Miserere. No entiendo por que no comprendo como pueden mezclarse el humo y la niebla y el tiempo o cualquier otra cosa. Ya no entiendo el pavimento, el viento, el frio, la lluvia, los caramelos de la niñez en el kiosko de Fernando. No hay padre y madre. Mis rodillas estan muertas. Gateo hacia donde el Gòlem graciosamente desaparece cansinamente dirigiendose hacia la avenida Rivadavia.
Cierro la boca, porque los dientes se me hielan, y la visiòn se me tuerce y me doy cuenta que no puedo controlar mi cabeza y mi cuello y mi reflejos de defensa. Caigo al suelo otra vez.
Escucho un sonido y veo a alguien parado detràs mio. Es una viejita cachuza, emponchada con una campera barata y con las manos a los costados. La cara ajada, los hombros vencidos. La mandibula le cuelga. Mira hacia la avenida. Solo arboles empapados y mustios.
Me limpio la canciòn sanguinolienta que es mi frente, el agua, el sudor helado. Los botijas no se mueven y las gotas gruesas de lluvia empapan sus cuerpos delgados, ahora inservibles. Casi siento pena por ellos. Sacudo la idea de la pena con mucho esfuerzo.

Levanto la cabeza la vieja y le pregunto si lo viò.

- A quien?, - me dice la vieja.
- Al que los agarrò.
Y la vieja pone cara de tumba y me dice:
- Yo nunca veo nada.

Le creo. No tengo ya humanidad que me reste, pero le creo.
A lo lejos, del otro lado de la plaza, las luces azules de la patrulla.
No hay manera que pueda explicar nada. Es creer o reventar. No hay nada que hacer. Es como cuando mi abuela me decia que no mire el bowl mientras ella preparaba la mayonesa porque sinò la mayonesa se corta.
La sirena se hace mas fuerte y empieza a llover mas fuerte como si toda la ciudad estuviera mojada por el fuero mas interior y fuera a reventar. 
Buenos Aires siempre fue un mal lugar para estar. 
Desde el vamos.
Esta noche tuve un poco de suerte y algo màs. No se lo dirè a nadie. Ni siquera detras de esta botella de vino, amigo mio. Hay lugares precisos para la gente que vè fantasmas y que anda por ahi pregonàndolo a cada gil que se preste.
Corro lo mas rapido que puedo en el sentido contrario de las luces azules. Por un segundo miro para atras y la vieja me mira.
Se que està mintiendo, pero al mismo tiempo, mientras pierdo la cordura esta noche y todo se nubla opinadamente, sè que alguna gente sabe que si vas a amar un montòn, tambien vas a mentir un montòn.
Pero eso ya lo sabìas, no?

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