LAS CASAS
Dice la leyenda que la ciudad se fué de boca y se partió los dientes y nunca mas pudo ser linda.
Le pasó que un dia se puso linda. Se bañó se armó de libertad y le puso rejas a las plazas, los carriles se hicieron mas anchos, las bicicLetas la lamian por todas partes mientras la ciudad se miraba en el espejo como si hubiera escalado la mopntaña mas alta del mundo. Sintió el frenesí de quienes se ahogan en felicidad y nunca se dió cuenta que la felicidad se recibe entre los pechos como una corriente de semen, cautamente, sin parsimonia pero con paciencia. Adonde había jóvenes criando flores en su cabeza las calles se llenaron de obituarios a lo que alguna vez fue hermoso y hoy es solo un castigo a la geometría. Yo la ví ponerse así. No tenia prurito en decir que lo que pululaba entrando y estrellando puertas adentro de su seno era amor puro y perfecto. Que todas las alimañas habian sido extirpadas de los hermosos sueños que alguna vez quiso soñar. Yo la ví ponerse así. Se pintó la cara cuando las gentes empezaron a inundar las calles con sus teléfonos, adorando y adorándose, y el cielo que la lamía con prudencia puso una cara de asco y adonde había estrellas solo hubo la ira de algún dios pobre y afortunado. De tanto que la vi hablar un dia se tragó la lengua con todos sus semáforos y sus cafecitos porteños. Las palabras solo estaban en boca de los viejos y las viejas que me acompañaron a travez de un hilo comunicador por las noches. Nadie había probado bocado, nadie se había hecho prisionero mas que de probados libros que se ponían amarillos. Ya no había juegos tontos entre los niños, solo los grandes que mantenian presos a los niños bebían latas de cerveza y en el cielo pasaban invisibles los meteorítos y los fenómenos naturales con los cuales solo algunos arqueaban las cejas. "Esto no tiene la menor gracia, no parece gran cosa, no se en que forma me modifica". Los jóvenes, chicos y chicas, con brillantina en el pelo en el medio de la cara de Buenos Aires, dejandose los dedos mochos picándose las narices con porquerías, quedándose rengos en tacos y caminares extraños. De vez en cuando algun denunciante con un piloto color crema ardía en las lomas de Parque Patricios. Les llamaban herejes. Vieron venir el gran cataclismo. Tenian las medias viejas y rotas y en las manos se le veian venas azules y manchas hepáticas, y cuando pasaban entre un gran tumulto los jóvenes, que no querian ver a su gran amor arrugado entre tanta gracia, los mataban a palos, los escupían, les instaban a que se fuesen. En las cunetas de los caminos ahi donde las luces ya no eran mas prominentes, hombres de hojalata examinaban sus brazos, buscando resquicios, grietas terribles, con sus cabezas de lata perforadas en la mollera, con los ojos llorosos, esperando algun nuevo puntapié cuando tuvieran el valor de volver hacia el enjambre. Viejas fortuitas, las clarividentes de todo lo que le pasó a nuestra estrella, agitaban los brazos hacia las nubes, sacando la lengua y rascandose los ojos, vestidas con andrajos, orinadas encima. Las veias como puntos negros en el azul de la noche sobre la Tierra, las pecas que hacían de el rostro infraterno un infierno insoportable. Las escuchabas clamar que vendrian a por nosotros desde el milagro en el cielo y desde el milagro afuera de las ciudades. Las máquinas encontrarían la salida otra vez a la alegría. Las estadísticas responderían las inquietudes vertidas en las computadoras, pero las computadoras ya no respondían mas que a las muy buenas nuevas noticias. Y las pocas ratas gordas corrian desesperadas leyendo los diarios que llegaban del sur y del norte con el viento helado, un viento tan frio, tan frio... un viento que caía desde mas allá de las terribles cornisas, diarios con la realidad hecha geometría, hecha triangulación en el esppacio profundo, donde desde su grito pacto de redondeles!, los ayes suplicaban paciencia a los pocos que no pudieran ya soportar tanto, adentro de los loqueros, adentro de los salones de belleza, adentro de las aulas y las comisarías y los centros de atención espiritual. La caída. Tanta información, tantos colores, tantos catafalcos encargados a nuestros dias de la ciudad. Los veias venir en caravana al lomo de los ciclistas, uno, diez, cien y mil, todos los dias hacia los grandes agujeros que vieron mis ojos que tambien eran agujeros en la huella de los dias de la gente a la que amé sin que lo merecieran. Nunca hubo descanso hasta que empezamos a ver las chimeneas antes muertas escupir un fuego que no se veía hace mil años. Ellos habian vuelto a nosotros. Ahí donde pronosticaban la mejoría en sillones maravillosos, ahi fue donde plantaron la primer cruz arriba de la luz de neón primera. Pusieron el afiche de muerte adentro de una jarra muy grande con dos luciernagas, un par de guantes de box y el diente de un santo en el fondo de la jarra. Miramos muchos dias a las luciernagas tratar de salvarnos. Perdimos la paciencia. El mensajero los habiamos vendido al matadero y el pacto había sido roto por siempre. El resto es historia de un hombre solo, pero eso no le importa a nadie. Abrí la puerta correcta para ver que habían abierto la puerta incorrecta. Mi denuncia se perdió entre cuatro paredes acolchadas. Ahora desde las bocinas suenan cantos de mis hermanos en el paraíso que en el otro plano excavaban la tierra en busca de algun alimento, aquellos que fueron escalpados por la docencia, por los ritos de las nuevas formas militares. Sigo, yo, con la radio prendida buscando nuevas señales. Casi todos a los que yo quería se fueron a los verdes del cielo evaporándose entre costumbres metálicas y matemáticas. Permanezco casi en total silencio. El solo respirar me vuelve loco de terror. Adentro de este armario solo somos yo y una polilla irlandesa con anteojos que me mira y se rasca la cabeza mientras con mi poco pelo se arma de paciencia de banjo para cantarme que no todo ha sido tan fracturado. Trato de creér, pero los escucho trabajar a conciencia, frotando y rumiando puertas con dientes de plata y acero, marcando con sangre las casas que aún no han sido diezmadas.
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