LOS CUARTOS DE LA VERGUENZA
Prendí un cigarrillo. Lo hice en dos etapas. La primera, sacando el cigarro con una mano que nunca puedo discernir si es la izquierda o la derecha. De todas maneras el cigarrillo puede estar en la mano izquierda o la derecha. Uno no piensa esas cosas, solo se lo pone en los labios, en la boca, adentro de uno, bien adentro como quien quiere llegar al fondo del alma y rascarle la espalda con el tabaco para deje de gritar. El filtro se posa en tu boca, mitigás la respiración, la controlas, respiras por las comisuras, aunque puedes sentir la esencia ultrajante y maravillosa del tabaco barato y de el algodon del filtro entrandote por las fosas nasales y penetrando los agujeros del paladar y posandose en tu lengua y en las mucosidades interiores. Toda la cabeza entera puede parecer crisparse de tensión y hasta estoy seguro que el corazón se ralentiza y se calma, pero las piernas se tensan y todo lo que sea mundo parece detenerse porque ahi sube el encendedor de algun color maravilloso, rojo, o azul o verde, lleno de bencina que a veces tambien es de algun color chino ilegal, y con el pulgar girás el engranaje y la bencina se enciende en una trivial explosión y al aspirar parece que el demonio del sexo de todo el mundo te acribilla los ojos de la vida, como si la calada fuera una tersa e intacta sueca blonda de diecisite años con las piernas y en el medio de las piernas la rosada palidez del invierno de un garchar letánico y suave se enroscara en la nuca de tus años azules y te asfixiara con todo el cielo.
Esperé en la silla en el cuarto rojo. Solo un candelabro, sin velas, sin luz. En el techo una bombilla prendida, ni muy fuerte ni muy quedita. Pensé que tal vez estaba en una suerte de bureau, pero mas despojado. La silla me gustó. Cómoda. Mullida. Institucional. Me hizo sentir como un pope gordo y podrido en plata, o como si me fueran a traer un viaje en limousina.
Poco y nada habria de viajar yá.
De la puerta salió un hombre. Impersonal. No sabría describirlo. Tenia el pelo corto y los ojos no mostraban amabilidad, solo profesionalismo, y la piel circundante a las órbitas oculares me sugería que podria estar hecho de goma o haber nacido en algun lugar de una Rusia interior.
Me paré. Era un poco mas alto que yo. Tenia las manos largas y blancas y los dedos finos, como los de algun tipo de pianista muy delicado, pero esto no me gustó porque no parecía en absoluto pianista y porque yo tampoco lo había sido nunca.
Abrió la boca y supe que tenía que pasar por esa puerta. Solo hizo un suave movimiento con los labios que no parecia formar una resoluta circunferencia. Lo hice. Entré. Él no entró conmigo.
Adentro habia una oveja mascando parte del heno que había debajo de ella. De sus ojos salian las asas de dos sendas tijeras de costura, de las viejas, de hierro bruñido. No parecia sentir dolor. Solo estaba ahí, reblandecida por la masticación, aunque atenta a todo, aunque no parecía atenta en mí. Yo pateaba el agua y trataba de sacarme las lagañas de los ojos contra el ombú donde yacía el cuerpo de un hombre estaqueado contra la corteza bituminosa de la planta.
Tuve que quitarme el poco flequillo de la cara y tratar de ver quienes era esas personas que bajaban del cielo cantando en un idioma que no podía recordar haber escuchado.
En algun momento el hombre, el soviético, habia entrado a la habitación.
Estaba al lado mio.
– Tóquelo.
Lo toqué.
– Que siente?
El tipo emanaba cierta autoridad. Me siento como si no tuviera huevos, pensé, pero no le respondí eso porque él me preguntaba no por esto sino por aquello. O por lo menos eso es lo que sentí en el pecho.
– Se siente como si me hubieran cubierto la cabeza con todos los pozos del mundo.
El ruso metío la mano en los cuartos traseros de la oveja con las tijeras. Pude ver como su brazo entero entraba en la vulva mucosa del animal, y cuando lo sacó vi que tenia algo parecido a una pepita de oro. Creo que era una pepita de oro, puesto que nunca antes habia visto una. Resplandecía, pero no me pareció tener valor de ningun tipo o por lo menos no me incitó a pensar que podia ayudarme en nada. Solo me puso nervioso no poder articular una emoción particular y sentirme enojado por ello.
Entonces el ruso empezó a patear a la oveja y yo me puse a llorar. Y el torso enfermo de cián estaqueado en el arbol con tijeras de costura empezó a temblar y las hojas del ombú se sacudieron, terriblemente verdes y fuertes, y cuando subí la cabeza para ver como el cielo se abría, las figuras descendientes volcaron todo su canto sobre mi cabeza y entonces sentí la necesidad de escindirme de alguna manera, tal era el peso de su canto y tan pesado era el significado del tiempo. Como podian compartir conmigo semejante tesoro horrible? Si yo no era mas que un niño cubierto de la sangre y del canto de otros? No sé si lloré o si dejé de hacerlo. Las raíces gigantes y obscuras de el arbol estremecido se perdian en el agua y mis pies pequeños se perdian en las raices y todo estaba imbuido de un olor a hierba fresca y a lana limpia y al sobaco inextinguible de las eras.
Me sentí muy cansado y, sin poder sentarme, solo me quedé ahí, temblando y transpirando, y con frio.
El nazi clavado al arbol se hundía en su tronco. Un pobre imbécil succionado por una planta. Que tipo mas estúpido. «El que las hace las paga», atiné a pensar. Tragado por la herida centimetro a centimetro, chupado hacia adentro como una lenta gelatina y su ojo gris, acerado e implacable, mirandome sin un corazón hasta el triste final, ahi en el medio de su frente idiota y pálida.
Entonces el árbol se lo llevó y la oveja masticante dejó de respirar.
La vi muy callada. Parecía inánime, o al menos tanto muerta como viva, pero no habia caido al suelo. Nadie podia derribar a esa oveja, ni convertirla en cenizas con todos los bidones de gasoil del mundo, ni siquiera aunque tuviera todos los bidones del mundo en todos los años que pudiera vivir la Tierra.
Esto ya no era la Tierra.
Ese fue mi primer cuarto.
Me rasqué la sien y la muñeca. No estaba ni enojado ni triste ni alegre. Todavia tenia mis jeans y mis zapatillas y podia sentir patentemente las llaves de mi departamento en mi bolsillo derecho, el que no tenía agujeros en el fondo. Mi campera, tambien de denim. Mi cabeza, mis hombros, un ligero dolor de cabeza. Fui hacia la puerta del otro lado de la habitación, la abrí, de este lado solo la certeza de que estaba donde estaba, la certeza del sentimiento de el tránsito.
Volteé a ver por ultima vez al pueblo degenerado que entró en mis sueños cuando aún era muy, muy joven.
Entonces, se me instó a continuar.
En este segundo cuarto las cosas parecian estar mucho mas relajadas. Todavía tenía mi cigarro, y en el aire había un aroma a nueces, o a pochoclo caliente. El suelo era de un color pizarra y de tacto un tanto áspero. Las paredes era de un color celeste, muy grueso y de apariencia muy pesada, aburrida, insoportablemente aburrida, como el de las paredes repintadas en las viejas escuelas. Acaso no era esa vieja de mierda, ahi del otro lado, brillando como una Reina, sentada en un pupitre leyendo una larga e insufrible pila de cuadernos forrados en azul y rojo? Pues claro que era ella, como olvidarla. El rezago de toda la femeneidad sepultado en una tonelada de maquillaje. Como no reconocerla. Primero: no tenía tetas. Segundo: la cara era un modelo de la desgracia para armar y estaba vestida con una polera gris, el guardapolvo blanco y lo que parecia ser una engrapadora en la mano, con todos mis amiguitos de primer grado adentro de la engrapadora, que vomitaba compulsivamente niños llorando, cagados y meados, aterrados, gangrenosos de daño, en el otoño naranja de un Buenos Aires colegial tan bucólico como evanescente. Los pobres crios, quienes juré alguna vez que serían mi sangre por siempre, caian como balas arriba de los cuadernos de escritura y a cada tortazo de cabeza de niño, esporas inmateriales caian sobre un rio de lagrimas y de torpes e inocentes garabatos. En toda la mujer, porque toda la mujer era una cara y una máscara, parecia haber mil pozos. En cada pozo una letra. En cada letra un nombre. En cada nombre un error imperdonable. Cada error imperdonable era una cara imposible de olvidar, una cara y todas las caras, yo las aferraba como si me fuera la vida en ello, y de hecho se me iba, siempre se me habia ido la vida en ello y entonces aqui estaba. Vi las poleras simples, los diseños Shetland de los pulloveres, de los torpes y andrajosos zapatos de cuero que te reventaban los piés y los shorts y los pelos y los bostezos matinales imposibles de no intuirlos como remembranzas de una tragedia primal extremadamente temprana.
Eran mis amigos. Eran aquellos que habian caido bajo el brazo de la ley de esa hija de puta con la cara llena de maquillaje verde en los parpados, azul, la sombra, el rubor en las mejillas huesudas, toda esa mierda en esa cara de mierda, la Gran Ayudanta de la Miseria, engrapada a su vida inútil y seca y ahi el ruso me ordenó que le chupe la concha y ahí fui a chuparsela. Onda, a ver que se le podía dar a la pobre destituída de todo. Desgarré la bombacha, un trapo de piso con un hedor a meo insportable, y cuando atravesé la muy estúpida y muy canosa fronda cubriendo el coño de la muy zorra me di cuenta de que ahí había un desierto y en ese desierto bailaban todos los dentistas del mundo. La -ralá – lará, en sus batitas verdes en su bailecito de putas de nonoxinol. Pude sentir patentemente el olor a carne humana rostizada, a marfil pulverizado, a pequeños piés en un pequeño mundo, y el reloj marcó las siete de la mañana y mi mundo fué de agua, de sueños, de bostezar atontado por la pesadumbre, de malestares estomacales y de vomitar por el café con leche mal recalentado preparado para poner adentro de la tripa de un hombrecillo mal preparado. Todo eso estaba adentro de esa vieja puta que no tenia perdón de Dios.
No había con qué. Mi brazo bregaba con el rastrillo de sacar las tripas de las paredes de ese útero que no valía dos mangos y algo ahí afuera me gritaba que me apure, que ya venían, que no habia tiempo, que ya eran las siete, que los pasos de mi papá al lado mio tratando de no caerse por el viento invernal de la calle Báez, él en su saco de oficina color azul a rayas blancas, y yo recordé que era muy divertido no tener un concepto fijo o establecido sobre la muerte, pero esos pasos ganados y esos pasos perdidos se habian perdido en el coño de esa vieja puta que a cada martillazo engrapaba la cara de un infante más, un rostro de pelusita virgen sollozando trágica y desconsoladamente en mi cara y en la verguenza de mi corazón.
En algun momento me sentí aburrido y hastiado y salí afuera. No me correspondía tener dentro mió el peso de las vivencias ajenas. Demasiado dolor. Demasiado dolor estúpido y sin sentido. Me desembaracé de eso como pude. Una nueva cosa mía.
Tan poco sentido como estar ahí parado chorreando mucosas con un rastrillo en la mano, chorreando baba ajena.
Vieja de mierda y sus ojos pétreos y triunfales. Era una rockstar al pie de su miserable guillotina. Con una pata arriba del descanso de brazos de la silla, la cara toda escurrida de maquillaje, el pelo lleno de spray hecho un desastre como si fueran rayos tratando de escaparse de su cabeza y chupando con unos labios de rimmel asquerosos un Jockey Suave.
No habia chupado mil pijas solo por un detalle, y me refiero a ella: encontrar al tipo mas cruel que puedas encontrar para meterlo adentro de tu corazón muerto no es muy dificil. Se habian reconocido el uno a la otra y habían hecho un click universal y perfecto. Eso se huele instantaneamente. Uno huele al otro. Uno sabe. Y ellos se habian encontrado.
El Coronel se paraba al lado de la maestra horrible, sin cabeza, el uniforme verde, tan soso, tan volátil para contra todo, tan hermoso e implacable y atractivo y rígido. Y en donde hubiera habido alguna vez una cabeza, del agujero luminoso ahi en el cuello se escuchaba el canto de un pájaro. Por el sonido pude ver que habia mucho lugar ahi adentro en el agujero del cuello. Reverberaba. Alguien había hecho mucho espacio ahi dentro, con mucho esfuerzo, derramando mucha, mucha, mucha sangre.
Que me diera cuenta no le gustó a la maestrita. Puso ojos de serpiente y me espetó:
– No te los lleves, somos nuestros, y ustedes son míos.
– «Ni en pedo», le contesté, «antes muerto».
– En eso estamos -, me dijo ella.
Y tenía razón. Hace mas de cuarenta años que tenia razon.
Entonces desatornillé mi cabeza de mi cuerpo y ví dentro de mi propio agujero, y adentro tambien había el cantar de un maravilloso pájaro triste, pero no quise atraparlo para no levantar, literalmente, la perdiz.
La maestrita y el coronel se levantaron del pupitre y de la silla y se fueron por la primer puerta, dejando detrás suyo la estela pestilente de mas de cincuenta mil crucificaditos.
«Buena suerte en ese arbol y lo que haya ahi dentro», pensé yo.
Dios los cría y ellos se juntan.
Tal vez pudieran hacer algo por las ovejas. Lo dudaba, pero ese pobre animal estaba muy en sincronía estética con estos dos fachos.
Una vez que se hubieron ido no escuché gran sonido. Todo estaba muy calmo. La engrapadora seguía ahí pero los niños habían dejado de caer de su ranura metálica. Me acerqué al pupitre. Casi sentí compasión por la pobre estúpida y su pobre y estúpido trabajo. Era una gran y gorda pila de ensayos de todo lo que devenía. Nadie había cometido un error excepto con esa puta en particular con su trabajo en particular, el cual consistía en marcar errores donde no los habia. Maquinal y demente, pero todo olía a las rosas de el consenso positivo general por la habitación, y eso que con todo el buceo intravaginal la cosa habia quedado como un descomunal cagadero del armaggedón.
El ruso estaba atrás mío. Lo miré. Me miró. Tenia, él, los brazos detras de la espalda, y esta carita de: haga lo que tiene que hacer. Me pregunté que era lo que tenia que hacer, y entonces vi la pala y la escoba y el balde.
«Limpie”.
Fue un poco dificil tratar de secar el suelo. Muchas lágrimas. Muchos mocos. Muchas bocas abiertas.
Cuando terminé puse la escoba adentro del balde y puse todo eso junto a a la pala en un rincón.
La escoba estaba fechada y las lágrimas tambien.
Me puse el saco de todos los calendarios de la vida y sentí una gran incomodidad. Chaqueta y campera no le queda bien a nadie. Me estaba mojando mucho con tanta tripa dando vueltas y con tantas vueltas en la tripa.
Abrí la siguiente puerta, ya que no sabía que otra cosa hacer.
Ya cuando la toqué se me hizo trizas el corazon: algun IMBÉCIL había prendido esa invención horripilante de la década de los sesentas llamada «aparato de hilo musical», o Muzak. Una caja musical de donde no salía música hecha para los que no saben bailar ni por dentro ni por fuera.
Y eso venia de este siguiente cuarto. Era un cuarto muy gris. Lo reconocía. En el cuarto estaban aquella secretaria la de las buenas tetas y la sonrisa nerviosa. Yo tambien estaba nervioso. Inútil preguntar por que estaba en el medio de la estancia mi primer guitarra electrica inflandose y desinflándose de la misma manera que un viejo enfermo yace moribundo en la cama de un hospital.
Alejandra se limaba las uñas negras y miraba unos zapatitos ortopédicos nuevos arriba del escritorio. Yo, como un tonto, ahi parado, barbado y apestando y cansado y poniendome verde de verguenza le bichaba la curvatura del busto en la blusa y mi guitarra aspirando e inspirando como una tonta, la pobrecita, ahi tirada toda harapienta y apartada de todo. Era para llorar. Era para no llorar. Era para darse cuenta de que a veces darte un tiro en el empeine del pié es una buena idea. Hacer o no hacer o hacer sin saber que hacer o no saber nada y que te sepan desde el vamos. Si al fin y al cabo la culpa era mia. No sabía a quien carajos tenia que ayudar primero, o a la simpatica teta o a la simpática teta eléctrica, pero no me dejaron averiguar que es lo que tenia o lo que no tenia que hacer.
Unas manos bestiales y rojas salieron de la nada y me asieron y me tiraron al suelo, entonces pude ver mejor los zapatos de Alejandra, hechos de una brea hermosa y enraizádos a los mismos calendarios escolares que los mios, y a los mismos horarios que los mios, los de la escuela, y en cada grapa que se abichaba en sus suelas habia tambien mil niños que lloraban y pedian zapatos ortopédicos, porque los piés le dolian mucho, mucho, pero en ella había algo hecho bien, muy bien, se habia pactado una tregua en su interior, una tregua que yo no habia podido sobornar o robarle a la vida, nunca. Y solo atiné a pensar que tal vez no había sido muy amable, por ende, y como no? Subí una mano desde el suelo frio del cuarto y logré ponerla en una pierna, y era una pierna de puta madre para mis dieciséis frescos y calientes, y despues puse la mano en la falda, y yo me quería matar, y despues en una teta, llena y blanca y esa blusa era el puto cielo, y la pobre Alejandra, que no le habia matado el alma a nadie me dió un puñetazo en la cara, de bronca porque sabía que se cogía a un niño, descendió la mierda como un rayo con el puño hasta mi pómulo y fue tan lindo, tan hermoso, tan mágico que casi me oriné encima de felicidad. Pensé que, por las buenas o por las malas, lograría algo. Entonces volví a subir la mano y la agarré del pelo a la muy furcia y la traje firmemente conmigo hasta el suelo. Pegó un grito, pero con la otra mano le tapé la hermosa boca rosada que tenía, y le dije: «Escuchá».
Y ahí estabamos los dos en el suelo lleno de mierda, ese suelo de frio cemento, y lo escuchamos los dos: ahí enfrente mi padre, con la cabeza gacha afinaba una guitarra criolla, envuelto en las luces de la mañana, bañado en luces adamascadas. Con cada girar de clavija alcanzaba una nota mas y mas maravillosa, y la cuerda se tensaba y el momentum de su sibilancia se hacia mas y mas intenso y entonces con un girar de sus dedos sarmentosos la nota alcanzó la nota adecuada, una nota perfecta, la gran meseta, una nota de semejante belleza sutil que todo pareció detenerse, y yo deseé estar muerto para comenzar a vivir. Entonces mi padre levantó la cabeza y en vez de ojos y boca solo había en el medio de su pobre cabeza drogada, el agujero de una úlcera, o tal vez fuera solo un culo humano. O un ano contranatura. Era ciertamente un agujero, un agujero humano, practicado por un humano en un ser humano, con los bordes acuosos y doblados en sí mismos, como una laxa sanguijuela cercenada. Se agrandaba y se contraía, com si respirara por ese ano, profundamente, imprecando o sugiriendo letánicamente, con la paciencia infinita de un fátum irreprochable.
Inspiración, aspiración. Inspiración, aspiración. Era el unico sonido.
Era el método de arrastre de su propio cuerpo y su propia historia, que ahora era la mía.
De esa manera había sobrevivido para no vivir nunca. De esa manera yo había aprendido mil ternuras. Dentro de el culo y de su cara yo había vivido por mas de cien años y ahí había aprendido a cantar, a silbar, a afeitarme la cara, a acariciar una mujer, o a esconderme en el baño por horas para masturbarme, a hacer café, a cortar un churrasco vuelta y vuelta para probar la cocción, y a hervir papas y a peinarme el pelo y a escuchar la radio a la medianoche fumando mientras todos dormían, en la oscuridad.
Quise decirle esto a Alejandra pero cuando le ví la cara parecía deshacerse de pena por la visión de mi padre. Su ojo negro en el ojo azul de él, y los dos en mis ojos. Rapidamente me dije que no era culpa de nadie, en realidad, el fin de la música sublime que había escuchado antes saliendo de la guitarra de mi padre, pero que bueno, la mujer siempre anda metiendo las narices donde no debe. No por nada los pantalones de las mujeres tienen pocos o ningún bolsillo.
Sin más, le dí un puñetazo en el rostro y cuando volví a ver mi mano, la cara de la mujer estaba en mis dedos, en mi sexo, en mi alma, en mi identidad toda, en la forma de un poco de sangre y mucho de verguenza. El Gran Feeling siempre tan cercano.
Alejandra lloraba, aferrada a sus zapatitos ortopédicos y con su hija tirandole del brazo para que ese, ESE, un hombre horrible dejara de atizarla con los nudillos.
Casi me sentí orgulloso de la pequeña niña. Parecía muy frágil. Como si estuviera hecha de un papel arroz muy blanco y muy fino cuyos rasgos hubieran sido trazados con lapices de colores muy delicados. Sentí ganas de regalarle algunos acordes con mi vieja primer guitarra eléctrica, pero me di cuenta de que había muerto. Yacía ahi enterrada por una montaña de Muzak de mierda que venia de ese aparato cuadrado horrible y metálico y gris.
Alguien había puesto una lápida detrás del clavijero y ví que, grabada en la lápida, se podía ver cada pelo blanco triste que había aparecido en el pecho de todos los guitarritas del mundo.
Me levanté del suelo, frotádome los nudillos con la otra mano. La pobre Alejandra, la secretaria del gran busto con la curvatura perfecta en el ángulo perfecto, yacía seca y hermosa junto a su hija, tambien seca y hermosa, sobre el suelo de césped, trocadas en helechos muy antíguos y muy amarillos, cuyas raíces eran comidas por pequeños insectos a quien nadie humano había dado un nombre.
– Perdón -, dije. Pero no me contestaron porque no podían perdonarme, asi que yo tampoco me contesté.
Rodeé a ellas y a mi vieja guitarra eléctrica fenecida y a su lápida inamovible.
Esta vez el ruso no apareció. No lo necesité.
Ya le estaba agarrando la mano a la cosa.
Llegué al otro lado de la habitación. Casi corrí a la siguiente puerta.
Entré y cerré la puerta tras de mí.
Detrás de la puerta y a un costado estaba el pequeño Federico, con su calva y sus ojos profundos. La leucemia no le había destruido nunca el alma. Federico sabía. A sus piés había hormigas gordas mordisqueandole los deditos. Tenia puesto un primoroso pullover y unos pantalones cortos azules. Lo volví a ver a la cara. No estaba ni feliz ni infeliz. Hasta donde supe, estaba muerto hace unos treinta y cinco años. Creo que murió en mil novencientos setenta y ocho o setenta y nueve. Yo lo ví en el cajón. De lejos. Unos seis metros. Mi abuela vió que yo estaba asustado y me dijo: «No le tengas miedo a los muertos, tenele miedo a los vivos». Mi abuela tambien sabía mucho de todo. De todas maneras, era un hecho que ahí había estado él: calvo, blanco, en la capilla del responso, muy callado, muy muerto.
Yo le había dicho que era mi mejor amigo, y él me había creido.
No era verdad, o sí, había sentido la solemnidad saliendo de su rostro como cien mil rayos de amor, pero entonces a mi me atraían mil cosas más y era muy pequeño y muy maravillado con todo, pero en las declaraciones mas solemnes de la niñez, que a veces no son las de mayor gravámen, se cimentan las intentonas de vida de la adultez.
Y ahi estaba el flaco, mirándome directo a los ojos, sin nada que ocultar, y yo en los cuartos de la verguenza.
Lo mas extraño es que se veía exactamente igual pero no era mas bajito que yo: se erguía a mi misma estatura de un metro setenta, y nos veíamos directo a los ojos, sin ningun tipo de filtro. Era como estar en los buenos viejos tiempos de vuelta, solo que yo tenía su corazón latiendo en mi mano y él tenía MI corazon latiendo en la suya, y los sopesábamos en silencio, sin decirnos te quiero, o te extraño, o te necesito, o te odio, o…
Era simplemente un estar ahi, sin mayores detalles o recriminaciones. De la misma manera que se para un tótem indio en un claro de un bosque para dar un viejo nuevo mensaje cuando sea el momento propicio, el momento de redescubrimiento.
Quien sabe, tal vez en realidad hubiera sido mi mejor amigo. Nunca me había dado problemas. Nunca pude saber cuanto tiempo teníamos todos, él, yo. No se habia acostado conmigo solo para usarme como un pasatiempo, ni me había amonestado por tirarme un pedo en clases o había tratado de inclinarme a una vida de destierro en la tristeza como había sugerido mi pobre padre.
Era solo un niño de seis años enfermo de cáncer con quien charlábamos con los pibes del edificio sentados en las escaleras.
Había ido a un viaje con los padres en Sudamérica, enfermándose entonces o tal vez llendo a por un tratamiento. Le habian dicho que lo había picado una gran hormiga negra y que se iba a poner bien.
Un dia no lo vimos más hasta el dia del funeral. Metido en ese ataúd en el cementerio de Chacarita.
Y ahora estaba ahí con sus ojos profundos y oscuros. Misma camisa, mismos pantalones cortos, misma gran cabeza con la pelusilla del afeite. Igual que en esa ultima foto.
No nos dijimos mas que eso, solo un «check in» breve y muy fuerte. «Ok, las cosas estan así, vos estás acá, yo estoy así aqui, y en estas andamos”.
Me devolvió mi corazón. Creo que lo ví sonreir con la comisura de los labios. Si hay una persona en el mundo que yo no pueda recordar sonriendo, ese era Federico.
Se llamaba Federico?
Entonces levantó la mano derecha y me saludó levemente con la palma de la mano.
Yo asentí con la cabeza y con los labios apretados.
Me sentí un completo estafador. No pude hacer lo mismo con la mano. Tuve que guardarme. Tuve que protejerme. Yo ya no hacía esas cosas.
Yo ahora era «un hombre grande».
Entonces él salió del cuarto, por la puerta, hacia las otras puertas, con una leve sonrisa en los labios grises. Cualquiera de esos engendros que precedieron a este cuarto estarian en problemas con un muchacho tan fuerte y tan atento. Iban a tener que pelearle duro, e iban a perder por knock out en el segundo round, y Federico iba a alzarce hacia la luz de todas las luces bebiendo un vaso de gaseosa en los cumpleaños que tuvimos todos cuando eramos de hecho, ángeles.
Pero me dije que no iba a tener problemas. Una cuestión de recursos y volvernos a ver en otro momento. Eso seguro. Estaba estampado en nuestros cueros, unidos en armonía.
Me sentí mas liviano. Estoy aquí sentado escuchando una música para cuando ya no tenga que ser tan viejo. En lo mas profundo de mi alma, supongo que solo fue un recordatorio de todo lo que tengo que decir la proxima vez que alguien se de vuelta en la calle y me grite:
«Hey, usted!»
No hay comentarios:
Publicar un comentario