Nadie se animó a decir que lo habia matado la vieja.
Creo que Arnold tenia unos seis años. Tenia una forma de caminar. Se bombeaba de un lado para otro, con sus pantalones cortos color caqui y su pulovercito azzurro. El pelito crespo, la piel del color de té con leche, me parecia que tenia algo de mulato en la sangre.
Lo de la vieja era otra cosa. Parecía todo el tiempo haber salido de la cama, una cama de furia, caliente y enferma en la sangre. La cara hinchada, mal vestida, con algo tirado arrojado en su cuerpo, esa ropa habia caido encima de ella y la habia ahorcado hasta que el vestido habia encarnado en su piel fofa y rosada, en chancletas, las piernas gordas llenas de várices. Ofuscada de la mano de el pichón todo el tiempo. No lo veiamos a Arnold sin ella o a ella sin Arnold. Siempre de la mano, Arnold, el patizambo, con los ojos marrones grandes y melancólicos, como salido de un cuadro afroamericado de Berni.
Si yo pienso en como vería yo a la gente a mis seis años, y pensando en como lo ví a el cuando caminaba por la calle, creo que el niño sabía lo que yo estaba pensando por la forma en que el me miraba a mi. El crucificadito.
Esto fué antes de la democracia. De la democracia de adentro y de la democracia de el afuera de el adentro. Lo que pasaba en cada casa poco y nada me importaba, pero yo tenia ojos para ver y ciertos detalles aún los recuerdo. Me gustaba verle el pelo crespo, creo que era el hermanito de Fernandez, la negrita de el colegio a la que habian amonestado por hacerse una permanente. Pero a la niña Fernandez no la veía nunca, era al Arnold al que yo veía mas a menudo, en horarios que me llamaba la atención. Diez de la mañana, desde la ventana, cuando yo estaba con fiebre y no iba al colegio. Los domingos, las horas pastorales, o al mediodía cuando todo el mundo hacía la digestión de la panzona, o los dias de lluvia, cuando nadie salia de la casa, entre los remolinos de las hojas, o en los dias de escuela en que yo llegaba tarde porque me habia quedado dormido y mis padres no me levantaban ni con un gancho de carnicero. Ahi pasaba el con la vieja, la manito de él, resignada y constipada prendida a la garra de masilla brutal de ella, y siempre lo mismo, él con su carita melancólica y enfermiza, ella con cara de cenicero usado, excedida de peso, blandorra de cara, las cejas tupidas, ningun atisbo remanente de belleza, y él:
ÉL - ÉL - EL - deslizante pero derivado, como un barrilete mas allá de su cordel roto, libre y sin amo y triste en la conexión de el entonces y el ahora - - -
Era como un rezar desesperado y yo lo veía y se me estrujaba el corazón mas que ahora, las medias azules tres cuartos de vestir demasiado grande para su cuerpo, mas propias de un adulto que de un crío frágil y delgado, arrugadas en sus patas trigueñas flacas y los zapatos de cuero, como un pibito que va a un cumpleaños por primera y última vez, como un pibito que sale de la casa en un permiso de salida de la cárcel de la mas máxima seguridad. Todo en él me decía que no tenia el ambiente familiar que yo tenía. Creo que vivia a la vuelta de mi casa en esa casa vieja con aspecto tétrica, aquella con el gomero que se torcía hacia afuera, hacia la vereda y casi llegaba a la calle y que llenava toda la vereda rota con esas hojas lechosas verdeamarillas, por donde solo parecían pasar las viejas jorobadas, aquellas que en silencio y con la mirada en la otra punta de la cuadra, sin poder ver, veían y se despedian dejándome solo a mí como unico testigo vivo de una gran tragedia. El vivía ahi a la vuelta. Sí, vivía a la vuelta de casi todas las cosas buenas.
A donde lo llevaban al pobre diablo, nunca supe. A veces con una camperita mínima y cochambrosa, volando al lado y atrás de su madre, del color de un tostado lívido como una galleta muy fina, los ricitos negros, los pantaloncitos, con la contextura de el papel arroz, sin padre presente, solo con esa cosa mal armada de la mano.
Pero uno se ha vuelto mas vivo con los años ahora que la vista falla pero se enaltece el olfato y ahora yo se muy bien quien llevaba a quien.
A veces, los grandes no deben vivir y como no deben vivir, y no se pueden matar, llevan a los ángeles inocentes a su gólgota personal. Ni se relamen ni se entristecen. Tal vez fumaran sus cigarrillos o increparan a sus maridos por inútiles, a la noche, arrojando sus polentas malhabidas e insulsas, llevando a la tumba a todo bicho que caminara, putas irremisibles.
No sé por que recuerdo los zapatos de cuero de él, sus piernitas, sus pantaloncitos cortos, su tragedia, su vaho de resignada desesperanza, su perfume espiritual, el grito de auxilio, y tal vez una mirada mía a mi abuela cuando iba conmigo de la mano, casi como una misión de rescate que yo quería para Arnold, o un comparar de el apretón de la mano de mi abuela comparado con el apretón de esa perra al niño triste, una medición biométrica, inocente y sin mancha, un cálculo mágico, o el ojo agudo, mi observar...
Un dia de primavera salí con mi bicicleta con mis amigos del departamento. Nos reíamos de esa manera que nunca me he vuelto a sonreir: el cuerpo entero, la mente al cien por ciento, mi ansia de vida. Si yo escribo esto ahora y ya no me queda un alma de la cual preocuparme... miento actívamente. Ese dia pedaleamos un poco, sacando chispas a la acera, dimos vuelta a la izquierda, hacia la calle Chenaut. El aroma de los árboles y las pequeñas pelusillas flotando en nuestra cara y entrando en nuestras narices, poca gente en la calle, creo que era un domingo, a media mañana, antes de la raviolada de fin de semana. Apreté el pedal y al dar vuelta a la esquina vi un tumulto de gente en la vereda de enfrente y cuando llegamos a pasar la esquina, ya con el ojo agudo, vi dos patrulleros Ford Falcon y una ambulancia cochambrosa blanca y roja. En la ambulancia metian un bulto tapado con frazadas, un bulto de tamaño pequeño, de mas o menos un metro. Cerraron la puerta con un clack sordo. Se esuchó un llanto reprimido desde el otro lado de la calle. «Pobrecito...". Las plañideras masa antiguas. Los vigilantes, torpes y bestiales a la puerta de esa casa con el gomero. Nos paramos con las bicis un rato a escuchar desde lejos. La policia nos daba miedo. Tenian pistolas, andaban por la noche haciendo preguntas a la gente. La gente se ponía contra la pared en la obscuridad y los policias escribian largo rato, algo, en anotadores. Eso de: quien, y a donde va y con quienes, y donde y por qué. Y ahi estaban ellos anotando y anotando. Los árboles se mecían arrullando la tensión insoportable. Algunas mujeres se tapaban el menton y la boca con la mano. Hombres adultos musitaban cosas, adustos, se movian los bigotes en las caras interrogadas y las caras arrugadas, los overoles, algunos otros con mejor suerte, en trajes claros y gomina en el pelo, en silencio, pretendiendo saber algo sobre las desgracias. Entonces la ambulancia se fué con un ronrroneo del motor, lentamente, y nosotros arrancamos para adelante, hipnotizados, y cuando cruzamos a la vereda de enfrente entre las viejas con las chalinas, pudimos sentir el aroma de la putrefacción aún desde el otro lado de la vereda. Y empezamos a pedalear y pedalear lentamente hasta que el sol se ocultó debajo de los brotes de un verde mágico ahí, en las ramas bien arriba, hacia la derecha, antes de que le pusieran rejas y candado a todo, hacia la avenida Luis María Campos, hacia el movimiento de la ciudad al lado de la pequeña aldea rabiosa nuestra. Pedaleamos hasta que no ladró nunca más en ese barrio ningun perro. Le dimos duro a través del fuego todo lo que pudimos, lo que nos permitió la buena o mala fortuna de cada uno, y cada vez fuimos menos. Primero se fueron los dos hermanos gemelos, después se fueron los vecinitos que venían con nosotros de vez en cuando, cuando los encontrábamos a ellos tambien en sus bicicletas, esos con los ojos un poco entornados de desconfianza. Hasta que un día quedé yo solo con mi alma, y un día me robaron la bicicleta ahí por los bosques y tuve que volver a casa a pata a contárselo todo a mi padre, que estaba furioso. Pero eso fué mas acá más cerca de lo que sea el ahora. Entonces, antes de esa despedida muda, pedaleamos hasta que nos crecieron pelos en las piernas y hablamos entre nosotros de como nos saltaba la leche de la pija, entre los muertos, entre los asesinos, y lo seguimos haciendo, detrás de el humo de la quema del cigarrillo.
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