Sesenta yardas separaban la posicion de los franceses de una veintena de conchas alemanas, apretadas, aldeanas, brutas, estupidas y jugosas coñas hinchadas.
Eran seis, los del comando de reconocimiento. Seis penes. Seis vergas duras. Lo unico que querian hacer, lo unico que mandaba Francia, eran hijos.
Hacia 1916 Francia habia perdido alrededor del cuarenta por ciento de su poblacion masculina de entre siete y veinticuatro años. En Parìs, las viudas temblorosas y secas se arremolinaban a la mañana con sus pequeños pasos de muertas en vida dentro de las panaderias, llorosas y deprimidas, lacrimogenas e inùtiles. Compraban el pan de Dios que no iria a ninguna boca. El pan estaba caliente, un pan que solo nos podemos imaginar hoy en dia, y ellas: sus ùteros ya eran inservibles y a veces llegaban a la ciudad pedazos de pedazos de hombres, sus hijos baleados hasta los jirones, reventados por morteros y cañones, una oreja, media cara, un brazo blandorro y azul con un anillo de plata grabado con una promesa, una alianza de oro bruñida por polvora negra deflagrada. Una yema o un pedazo de zapato con algo parecido a un piè adentro. Eso entraba en un ataud, y dejaba espacio para mucho mas, pero lo demas no llegaba: en las lineas enemigas un rio de sangre podrida disolvìa torsos, piernas... las nucas intercambiables y lo poco que quedaba reconocible era deformado por la lluvia, entre los cràteres, y en cada cràter habia cien, y los cien estaban desgajados en mil como fruta podrida, y seguian cayendo las bombas por decenas de miles con gran alegrìa, reventandolo todo cielo arriba en un festival de ocres y rojo, la paleta de colores de un niño aberrante y el metal se doblaba y se hundia en las caras, en las manos, en las botas rotas despanzurradas como menudos de pollo, y todo se llamaba al presente y el presente era un presente de amor: ambos bandos estaban en lo correcto a por un proposito superior, cercano a lo divino.
Los niños ahi en casa pensaban con la pelusilla de sus molleras perfumadas con sus madrastras, las choznas y las suplentes de las viudas entristecidas muertas, que algun dia les tocaria a ellos vestir el uniforme, reemplazar a los padres que apenas habian conocido, esos padres que eran como una bocanada dèbil de memoria, un haz de luz infinito tanto en vigor como en ambigüedad. Ocurrirìa, se decian estos niños en un lenguaje mental oblongo y sacro. Tocarian la puerta. La puerta se abrirìa. Tres metros de alto y hecho de madera y bondad, la croix de guerre pendiendo del pecho. Unos dientes por aqui y por allà, como un toro, como la caida del cielo. Les señalarian con el dedo, largo, blanco, firme, sarmentoso.
Los abducirian del hogar y los pondrian contra las orugas de los tanques como si se trataran de dèbiles negatorias. Enfundaditos en sus pequeños e impecables uniformes, derechitos, llorosos, aterrados, sacos de caca intensa. Dirian: No. El cerebro se les saldria escupido de la cabeza y no extrañarian nunca mas un pobre y mistongo juguete, un trompo, un pedazo de vidrio azul con el cual mirar el cielo a travez.
Tal vez el comando pudiera hacer algo sobre esto, solo que tendrian que darse prisa, o ser meticulosos en cierta animalidad inherente a la misiòn encomendada.
Preñar alemanas con la sangre de Francia.
La creaciòn de vàstagos medio humanos que el tiempo se encargarìa de enderezar y reconstituir a su forma inherente de perfecciòn. O franceses, o nada.
Si iban a matar a los nuestros, entonces nos meteriamos en su sangre, en su linaje, en su historia, los deformariamos a patadas y a palazos y a cabezazos de pija aunque fuera esta forma la unica forma.
La orden venia de muy arriba. Algunos dicen que del mismisimo De Gaulle. Mil novecientos dieciseis parecia un año tan bueno como cualquier otro, y los años no habian sido buenos para nadie. La tierra temblaba y se abrìa vomitando las flores de la muerte y el comando, sigilosamente, cargò contra el granero. Un oficial de mando abriò la puerta delicadamente: primero una nariz adentro, despues la cabeza, despues la puerta medio abierta y el cuerpo como una serpiente paciente entrando hacia el aroma del heno y el kerosene. Una mano afuera mientras el cuerpo se agazapaba adentro como una esbelta bestia, la señal, el resto del comando dentro, y cuando estuvieron todos adentro mas uno afuera haciendo de sentinela, estaban todos al palo, los de adentro y los de afuera, con los pantalones abajo, las bayonetas en las narices lìvidas de las germanas que en silencio y ruborizadas se mojaban los sexos con las manos, se salivaban, se humedecian. Sonaron sendos sopapos. Fueron sexualmente diezmadas casi alegremente. Sus sexos se hundieron y en las caras de los franceses habia odio, un odio masculino brutal, cariñosamente seleccionado por los altos comandos de el ejercito frances. Primero les arrancaban la ropa, mechando la acciòn con terribles golpes de puño, en la cara, en los hombros, en los pechos. La zona pubica era, de todas maneras, cuidada con recelo y permanecia intacta. Nada de golpecitos maricas. Profesionalidad y dedicaciòn. Era casi una obra de caridad y de cuidado de una veintena de pobres retrasadas mentales a quien Dios y algun cureta debiera preservar entre tules y cuchillos para un experimento social.
Que era lo que basicamente era. Algo muy antiguo, que venia de hace mucho tiempo, de cuando el sol salia por el otro lado del mundo, de cuando el hombre primitivo comenzaba a desconfiar de las primaveras y de esa manera misteriosa que parece a veces soplar el viento.
Solo cuatro de los franceses sabian leer y escribir.
El hato de estùpidas rubias se inflaba y se contraìa en un espectaculo salvaje.
Dios estaba de vacaciones hace diecinueve siglos, y no le importaba volver.
Un milico francès acabò y sin darse tiempo a pensar, actuò iniscriminadamente, tontamente. Acabò adentro de esa pancita que solo conocia del respeto y de oraciones y de un pensar difuminado y abstracto, casi una vaca se dirìa.
Entonces la ensartò en la garganta con la bayoneta, tres veces. Bufando y sonriendo con una mueca ancestral. Le faltaban cuatro dientes frontales. Entonces se puso seriò. Y se diò una cachetada en la frente.
- Merde...
El capitan, que tambien estaba en lo suyo, profundamente dentro de la vagina de una miserable campesina bizca, le gritò que se detuviera o se refrenara de arruinar la misiòn.
- Cuando se la saque a esta puerca de adentro de la concha juro que... AAHHH.... OOOHHHH SIII, juro que te... AHHHRGHH AJJJ... mato... AAHHHH... AAASSIIII...
El bellaco se paraba ahi con los pantalones abajo, su erecciòn, sus venas, la caròtida inflamada, el sudor, su profunda y oblonga estupidez animal.
- La fuerza de la costumbre, mi capitàn...!
Se ruborizò.
La pobre degollada guardaba silencio. La cabeza en un angulo agudo, extraño...
La otra quincena de pobres diablas fueron turnadas de a cuartetos para ser impregnadas por el semen de Francia. La cosa no parecia acabar nunca, o, los hombres no parecian terminar de acabar o no paraban de acabar. La acritud del semen en el aire. Era como una novela sucia, harto disfrutable. Las mujeres eran tomadas de los pelos entre gritos y las caderas se rompian. Labias majoras hundidas por enormes y potentes penes enloquecidos. Los ayes y los gemidos. El granero estaba bastante lejos de cualquier tipo de civilizaciòn con un àpice de convicciòn practica, y los abdòmenes pàlidos se estrellaban y se estremecian. A nadie le importaba y a cien kilometros los jovenes de Francia y Alemania volaban por el aire en pedazos, sin cabeza, sin manos, sin pene, volvian a casa lentamente debajo del cielo plomizo por la polvora deflagrada suspendida en el aire Un tiempo de guerra siempre debe ser gris, inhàbil de merecer el sol o cualquier sol que pudieran aportar sus hombres y sus mujeres.
Los soldados eran pugilistas enloquecidos. Simples violadores, y las violadas tambien tenian un estilo, cierta picardia. Habia algo debajo de sus caras dramaticas. Un garbo, casi puedo decir que una solemne dedicaciòn.
Ni una sola gota de semen fue desperdiciada.
Al tèrmino de la cosa esta, los hombres prendieron cigarrillos, apoyados contra las paredes y satisfechos de su trabajo. Algunos se abrazaban a sus concubinas, habiendo entrado en un estado patètico de ternura para con sus damiselas del dìa, violadas hasta la garganta. Les acariciaban el pelo, las besaban tiernamente, otros las arreaban a sopapos de pared a pared, alguno que otro quemò en la frente con su cigarrillo a una pobre diabla. La bizca se subia los calzones y se ponia adentro del vestido los pechos, enfurruñada.
Alguien dijo alguna vez que los cañones mas enormes y monstruosos de todas las guerras fueron disparados allì por mil novecientos diecisiete, como si por mutuo acuerdo los dos bandos echaran un ultimo y final berrinche el uno contra el otro. Seis de esos cañones ahora estaban adentro de la sangre del sur de Alemania, desarrollandose como pequeños perros, como un cerdo pare su piara lentamente, laxo, resignado. Con sus ojos azules, blondos, sexuados, aburridos, iliteratos, hastiados de todo, con los pelos blondos largos y sedosos hasta el culo, o medio retrasados, pànfilos y secos con uñas llenas de tierra y las manos convulsas como si quisieran arrancarle la lengua de las entrañas de la tierra, en invierno, ataraxos por no entender nada de engranajes.
Salieron todos del granero. Uno silbaba bajito. El germen de una posible repoblacion francesa habia sido plantado con exito. Vive La France.
Las campesinas adentro fumaban y esperaban. No les daba ni para llorar. Se miraban en silencio, resoplando como bovinos apaleados. No era pesadumbre, ni verguenza. Era mas bien saber que de una existencia plena una se transformaba en un kleenex humano.
Nadie sabe tan bien como yo cuanto tesòn puede tener un ànima germana. Es una mezcla de idiotez con un frio impulso, flemàtico, hacia el trabajo. Este aguante se desarrolla tempranamente, aunque sea necesario para ello aplicar la hebilla del cinto.
Una fé ciega con un ojo abierto puede mover montañas. Los orientales sabian mucho de eso, pero estaban muy lejos para pelearse con ellos en un segundo round futuro.
Ademàs, como volver?
De a una, cortaron tres metros de cuerda para cada una de ellas e hicieron los nudos.
Pendian del techo, anònimas y bellìsimas, en un cuadro de quietud azul casi pastoral.
Soplaba viento del sur. Probablemente lloviera mas tarde.